Ah (sigh), Sherlock. Figura mítica de gabán y pipa en boca, con una audacia refinada tan impropia de nuestros días.
Uno no puede dejar de envidiar esa pasividad, calma perenne que invade de tarde en tarde las habitaciones de Baker Street. Eso de vestir ceremonialmente la bata y embutirse las zapatillas de descanso, para luego recostarse a interpretar suaves armonías en un magnífico Stradivarius a mitad de precio.
¡Qué vida! Dedicar horas a la Música Notturna Delle Strade Di Madrid de Boccherini. Mú-si-ca, verstanden? Digo, ese sano hábito de deslumbrarse con la simplicidad de W. A. Mozart ó desglosar sutilmente el mensaje de un Chet Baker.
Todo aquello tan alejado de esos ruidos. De ese zumbido eterno que presentan en la t.v. señores de cuello y corbata, de los estampidos infernales que provocan peli-largos inmisericordes con los tarros y platillos, de conversaciones fútiles a medianoche. De escuchar sobre comprar inhaladores para críos enclenques, risotadas insolentes de madrugada, de suicidas y maricones, en fin, al menos todavía queda el consuelo de volver a Sherlock de cuando en vez o de vez en cuando.